lunes, 19 de agosto de 2013

Sin vigilancia sanitaria venden pastillas abortivas en Maracaibo

La práctica insegura del procedimiento cobra fuerza con la venta de medicamentos abortivos, sin ninguna vigilancia sanitaria, en lugares como la plaza Baralt y el mercado Guajiro. Así, las mujeres que la requieren, van tras ella dentro el negocio ilegal de la venta sin prescripción facultativa.
Imagen tomada de internet


Desorientada y nerviosa, Mónica, ingeniera de sistemas de 25 años de edad, camina, a las 10:30 de la mañana, por los alrededores de la plaza Baralt de Maracaibo, en busca de un medicamento llamado Cytotec, cuyo componente principal es el Misoprotol de 200 mg indicado para el tratamiento y la prevención de las úlceras gástricas y duodenales, lesiones hemorrágicas y erosiones gastrointestinales. Sin embargo, Mónica no padece ninguno de estos síntomas; simplemente la necesita porque entre sus contraindicaciones se encuentra la inducción de contracciones uterinas y esto la ha hecho famosa como un potencial abortivo. Así es como la píldora ha llegado a comercializarse fuera de las farmacias, sin ningún control sanitario, para la práctica del aborto provocado, sin prescripción médica.

Más adelante, desde la enorme corneta que ambienta con música la entrada de una venta de telas, el ritmo de La Guacherna, de Milly Quezada, y la alegría con la que baila un vendedor de correas de cuero —mientras le dice: “A la orden, mamita”— se contrasta con su estado de ánimo y su preocupación... Ella solo observa los rostros de los asiduos al lugar, en busca de una señal que le inspire confianza para poder preguntar por lo que busca: un señor que las vende, disimuladamente, en las adyacencias de la plaza Baralt.

La angustia la hace dejar de lado que está a punto de incurrir en un delito, según las leyes de Venezuela, tipificado en el Código Civil venezolano como un crimen contra las personas. En este país, contrario a otros 114 países —que representan el 74% de toda la población mundial y en donde esta práctica está legalizada o despenalizada, como Turquía, China, Italia, Rusia, Japón, México, Uruguay, entre otros—, se mantiene la tesis de la punibilidad del aborto consentido.

Mónica continúa caminando hasta que al fin alguien que ya la ha observado rondando la zona y a quien ella se atreve a llegarle le da una señal “positiva”, en la plaza Baralt. Los grandes y saltones ojos se le explayan al hombre que la atiende, de tez morena y larguirucho, mientras se come un pastelito e intenta tragar con rapidez para responderle a Mónica, quien, a su vez, no puede disimular su angustia: “Hace mes y medio, una amiga las buscó en el mercado Guajiro, en Las Pulgas, en el terminal de pasajeros, en Las Playitas, que es donde las venden, pero no las encontró. Yo se las conseguí aquí, pero me ayudó la muchacha que atiende este puesto. Déjame preguntarle”, dice el hombre, visiblemente ávido de ganarse “unos cobritos” por conseguir la cliente.

La dueña de la venta, una mujer, de unos 37 años, se acerca —ya informada de lo que pasa—. Le aclara a la muchacha que ella no es quien las vende “porque eso es algo delicado, por ser un delito”, pero que sí le puede decir quién lo hace. “Eso sí, después del mediodía que es cuando llega el señor. Ahora, si te das una ‘esperaíta’ puedo ver cómo te las puedo conseguir, así sea por otro lado”.

A Mónica le aumenta la desesperación. No quiere esperar hasta la tarde, que es cuando llega el vendedor de lo que tanto busca. Mientras tanto, observa con desconfianza cómo la dueña de la venta de pasteles y el hombre que le ofreció la ayuda se contradicen con el precio del medicamento, vendido solo en algunas farmacias y con estricta prescripción médica. Ella dice que cuesta 30 bolívares cada una y él asegura que tienen un precio de 90.

Ante los ojos de la ingeniera queda expuesto el “negocio” de los vendedores que tienen conocimiento de la comercialización clandestina de la pastilla, y que aún sin tener el dominio y control de la venta en el lugar, se quieren aprovechar de su angustia para hacer con ella el “negocio redondo” a cambio de solucionarle “el problema”.

“Pero cuántos meses tienes. De eso depende la cantidad de pastillas que tienes que comprar. Mi amiga se tuvo que comprar 15, porque tenía tres meses y medio y nunca había tenido un parto”, la sigue abordando el hombre mientras mantiene la actitud de disposición para salir a buscarlas si Mónica aprueba no esperar a la persona que ha tenido por años la venta controlada en la plaza.

Su desconfianza por no ser éste el hombre que a ella le han descrito como el vendedor la hace partir del lugar, sin olvidar el dato que el tipo le dio sin querer: el mercado Guajiro, Las Pulgas, el terminal de pasajeros, Las Playitas. Tan rápido como puede toma un taxi y se mueve hasta el primer sitio mencionado, al final de la avenida El Milagro, en el que, a pesar de haber menos gente por la hora, percibe más miradas de los pocos comerciantes que quieren avasallarla al ofrecerle artículos y rebajas. “No, gracias” va diciendo a su paso.

Luego de caminar entre el laberinto de locales, con las santamarías abajo en su mayoría, Mónica logra preguntar a la persona indicada. Sentada en la entrada de una tienda de ropa y otros artículos, entre ellos algunas medicinas naturales, una mujer robusta la recibe y la invita a pasar para luego cerrar la puerta bajo llave. Una charla psicológica cuyo primer objetivo es el de liberar de la culpa a Mónica por lo que intenta hacer, abre paso a la explicación detallada de cómo va a actuar para que el procedimiento sea efectivo. La vendedora suelta en la mesa seis pastillas que saca de un cajón que tiene bajo llave y muestra a la muchacha la caja del medicamento para demostrar que “son originales” y que provienen de un laboratorio reconocido y confiable; por lo que le hace la acotación: “No las compres en ninguna parte del centro porque son chimbas, hay mujeres que se han muerto porque no les ha funcionado una dosis y las siguen repitiendo. Por eso yo las vendo un poquito más caras, pero son efectivas”.

Mónica observa las pastillas blancas y de forma hexagonal y decide tenerlas en su mano derecha y empuñarlas con fuerza mientras escucha, paso a paso, cómo se va a tomar algunas, a introducirse otras y cuánto tiempo va a esperar para conocer los resultados.

A medida que explica las indicaciones, la vendedora le advierte que debe tener mucho cuidado. “Pero no temas, pues por aquí pasan mínimo dos o tres mujeres al día en busca de la píldora y luego las he vuelto a ver, lo que quiere decir que han hecho bien el proceso y están bien. Solo tienes que seguir bien los pasos al pie de la letra. Por el tiempo que tienes de embarazo debes tomarte tres y meterte tres más por la vagina. Esperas seis horas. Y si no ves ningún resultado debes repetir el procedimiento, para un total de 12 pastillas”.

Convencida por los argumentos de la vendedora, Mónica decide comprar solo las que le alcanzan con los 400 bolívares que lleva en su cartera e ir a buscar más dinero para llevarse completa la dosis que la mujer le ha indicado, pero en la plaza Baralt, donde le saldrán más baratas. Al salir del lugar se siente el peso de las miradas de reojo y los murmullos de quienes ya conocen las características de quienes van por la compra de la “famosa pastilla” en la tienda, en la que ven pagar a las mujeres que la visitan, pero sin salir con algún artículo de los exhibidos en las manos.

En el trayecto no falta quien se le acerque a la ingeniera y le diga: “¿Conseguiste? Yo te las dejo en 70”. Así se va topando en el camino con dos vendedores que la persiguen hasta la salida regateándole el precio de la píldora y ofreciéndole una “efectividad garantizada sin poner en riesgo la salud”.

La frase del vendedor retumba en los oídos de Mónica quien a pesar de su premura para salir de su situación se pregunta si estará o no poniendo en riesgo su vida al adquirir la píldora sin ninguna vigilancia sanitaria, de manos de alguien que no está detrás del mostrador de una farmacia, sin el más mínimo conocimiento de las consecuencias que pueda provocarle la ingesta de este medicamento.

La duda la hace temer el hecho de llegar a formar parte del 16% de las muertes maternas en Venezuela, cuya razón es la práctica de abortos clandestinos, según detalló en el 2010, Alba Carosio, directora del Centro de Estudios de la Mujer de la UCV, una cifra a la que se le esconde tras un velo las verdaderas cifras oficiales y que encierran actos desesperados como los casos de “una joven que se puso un cable eléctrico a través del cuello uterino y se conectó a la corriente atendida en el Pérez Carreño; o el de una mujer que se hizo un lavado con permanganato, una sustancia abrasiva, y se quemó desde la vulva hasta la rodilla y no sobrevivió”, según el testimonio de la gineco-obstetra Leonor Zapata.

Ante la clandestinidad de las venezolanas para practicarse el procedimiento por todos los aspectos legales que implica, la venta de pastillas fuera de las farmacias y hasta la creación de páginas en internet sobre el medicamento y su uso para practicarse el aborto, el abogado Jesús Vergara, de la Federación Venezolana de Abogados, sostiene que, efectivamente, este procedimiento aún es un hecho punible en Venezuela. “Sin embargo, la reforma del nuevo Código Penal que reposa en la Asamblea Nacional establece que el aborto puede ser provocado cuando la mujer tiene hasta 12 semanas de gestación. Pero por presiones religiosas, sociales y culturales, Venezuela se ha visto frenada en la legalización de este procedimiento. Tal vez por el temor de situaciones como las de México, por ejemplo, en donde en el 2010, luego de haber sido despenalizado el delito se contabilizaron 37.000 muertes por esta práctica”, expone el abogado, sin dejar de lado la hipótesis de que despenalizar el aborto en Venezuela podría ayudar a reducir la mortalidad por este procedimiento siempre y cuando la mujer no busque los medios inadecuados sino los profesionales.

De vuelta ahora a la plaza Baralt, Mónica llega directo al lugar que en la mañana le indicaron. Ahí, apenas con verla, el hombre moreno y de lento caminar le pregunta: ¿Cuántos meses tienes? Le ofrece la cantidad necesaria por un precio de 80 bolívares cada pastilla, más una inyección valorada con el mismo precio “para ayudar más en el proceso”.

El hombre le indica otro procedimiento diferente al que le ha explicado la mujer del mercado Guajiro, que implica tomarse las pastillas cada media hora e inyectarse al mismo tiempo.

Mientras cancela disimuladamente y habla entre dientes con el vendedor, otro hombre espera su turno y la mira de forma imprudente y ella se siente intimidada. El vendedor lo observa con expresión de preguntarle qué desea y éste le responde: “Tranquilo, termina ahí... Te traje otras dos clientes”.


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