La práctica insegura
del procedimiento cobra fuerza con la venta de medicamentos abortivos, sin
ninguna vigilancia sanitaria, en lugares como la plaza Baralt y el mercado
Guajiro. Así, las mujeres que la requieren, van tras ella dentro el negocio
ilegal de la venta sin prescripción facultativa.
Desorientada y
nerviosa, Mónica, ingeniera de sistemas de 25 años de edad, camina, a las 10:30 de la mañana, por los alrededores de la plaza Baralt de Maracaibo, en busca de un medicamento llamado Cytotec, cuyo componente principal
es el Misoprotol de 200 mg indicado para el tratamiento y la prevención de
las úlceras gástricas y duodenales, lesiones hemorrágicas y erosiones
gastrointestinales. Sin embargo, Mónica no padece ninguno de estos síntomas; simplemente la necesita porque entre sus contraindicaciones se encuentra la inducción de
contracciones uterinas y esto la ha hecho famosa como un potencial abortivo.
Así es como la píldora ha llegado a comercializarse fuera de las farmacias, sin
ningún control sanitario, para la práctica del aborto provocado, sin
prescripción médica.
Más adelante, desde la
enorme corneta que ambienta con música la entrada de una venta de telas, el
ritmo de La Guacherna, de Milly Quezada, y la alegría con la que baila un
vendedor de correas de cuero —mientras le dice: “A la orden, mamita”— se
contrasta con su estado de ánimo y su preocupación... Ella solo observa los
rostros de los asiduos al lugar, en busca de una señal que le inspire confianza
para poder preguntar por lo que busca: un señor que las vende, disimuladamente,
en las adyacencias de la plaza Baralt.
La angustia la hace
dejar de lado que está a punto de incurrir en un delito, según las leyes de
Venezuela, tipificado en el Código Civil venezolano como un crimen contra las
personas. En este país, contrario a otros 114 países —que representan el 74% de
toda la población mundial y en donde esta práctica está legalizada o
despenalizada, como Turquía, China, Italia, Rusia, Japón, México, Uruguay,
entre otros—, se mantiene la tesis de la punibilidad del aborto consentido.
Mónica continúa
caminando hasta que al fin alguien que ya la ha observado rondando la zona y a
quien ella se atreve a llegarle le da una señal “positiva”, en la plaza Baralt.
Los grandes y saltones ojos se le explayan al hombre que la atiende, de tez
morena y larguirucho, mientras se come un pastelito e intenta tragar con
rapidez para responderle a Mónica, quien, a su vez, no puede disimular su
angustia: “Hace mes y medio, una amiga las buscó en el mercado Guajiro, en Las
Pulgas, en el terminal de pasajeros, en Las Playitas, que es donde las venden,
pero no las encontró. Yo se las conseguí aquí, pero me ayudó la muchacha que
atiende este puesto. Déjame preguntarle”, dice el hombre, visiblemente ávido de
ganarse “unos cobritos” por conseguir la cliente.
La dueña de la venta,
una mujer, de unos 37 años, se acerca —ya informada de lo que pasa—. Le aclara
a la muchacha que ella no es quien las vende “porque eso es algo delicado, por
ser un delito”, pero que sí le puede decir quién lo hace. “Eso sí, después del
mediodía que es cuando llega el señor. Ahora, si te das una ‘esperaíta’ puedo
ver cómo te las puedo conseguir, así sea por otro lado”.
A Mónica le aumenta la
desesperación. No quiere esperar hasta la tarde, que es cuando llega el
vendedor de lo que tanto busca. Mientras tanto, observa con desconfianza cómo
la dueña de la venta de pasteles y el hombre que le ofreció la ayuda se
contradicen con el precio del medicamento, vendido solo en algunas farmacias y
con estricta prescripción médica. Ella dice que cuesta 30 bolívares cada una y
él asegura que tienen un precio de 90.
Ante los ojos de la
ingeniera queda expuesto el “negocio” de los vendedores que tienen conocimiento
de la comercialización clandestina de la pastilla, y que aún sin tener el
dominio y control de la venta en el lugar, se quieren aprovechar de su angustia
para hacer con ella el “negocio redondo” a cambio de solucionarle “el
problema”.
“Pero cuántos meses
tienes. De eso depende la cantidad de pastillas que tienes que comprar. Mi
amiga se tuvo que comprar 15, porque tenía tres meses y medio y nunca había
tenido un parto”, la sigue abordando el hombre mientras mantiene la actitud de
disposición para salir a buscarlas si Mónica aprueba no esperar a la persona
que ha tenido por años la venta controlada en la plaza.
Su desconfianza por no
ser éste el hombre que a ella le han descrito como el vendedor la hace partir
del lugar, sin olvidar el dato que el tipo le dio sin querer: el mercado
Guajiro, Las Pulgas, el terminal de pasajeros, Las Playitas. Tan rápido como
puede toma un taxi y se mueve hasta el primer sitio mencionado, al final de la
avenida El Milagro, en el que, a pesar de haber menos gente por la hora,
percibe más miradas de los pocos comerciantes que quieren avasallarla al
ofrecerle artículos y rebajas. “No, gracias” va diciendo a su paso.
Luego de caminar entre
el laberinto de locales, con las santamarías abajo en su mayoría, Mónica logra
preguntar a la persona indicada. Sentada en la entrada de una tienda de ropa y
otros artículos, entre ellos algunas medicinas naturales, una mujer robusta la
recibe y la invita a pasar para luego cerrar la puerta bajo llave. Una charla
psicológica cuyo primer objetivo es el de liberar de la culpa a Mónica por lo
que intenta hacer, abre paso a la explicación detallada de cómo va a actuar
para que el procedimiento sea efectivo. La vendedora suelta en la mesa seis
pastillas que saca de un cajón que tiene bajo llave y muestra a la muchacha la
caja del medicamento para demostrar que “son originales” y que provienen de un
laboratorio reconocido y confiable; por lo que le hace la acotación: “No las
compres en ninguna parte del centro porque son chimbas, hay mujeres que se han
muerto porque no les ha funcionado una dosis y las siguen repitiendo. Por eso
yo las vendo un poquito más caras, pero son efectivas”.
Mónica observa las
pastillas blancas y de forma hexagonal y decide tenerlas en su mano derecha y
empuñarlas con fuerza mientras escucha, paso a paso, cómo se va a tomar
algunas, a introducirse otras y cuánto tiempo va a esperar para conocer los
resultados.
A medida que explica
las indicaciones, la vendedora le advierte que debe tener mucho cuidado. “Pero
no temas, pues por aquí pasan mínimo dos o tres mujeres al día en busca de la
píldora y luego las he vuelto a ver, lo que quiere decir que han hecho bien el
proceso y están bien. Solo tienes que seguir bien los pasos al pie de la letra.
Por el tiempo que tienes de embarazo debes tomarte tres y meterte tres más por
la vagina. Esperas seis horas. Y si no ves ningún resultado debes repetir el
procedimiento, para un total de 12 pastillas”.
Convencida por los
argumentos de la vendedora, Mónica decide comprar solo las que le alcanzan con
los 400 bolívares que lleva en su cartera e ir a buscar más dinero para
llevarse completa la dosis que la mujer le ha indicado, pero en la plaza
Baralt, donde le saldrán más baratas. Al salir del lugar se siente el peso de
las miradas de reojo y los murmullos de quienes ya conocen las características
de quienes van por la compra de la “famosa pastilla” en la tienda, en la que
ven pagar a las mujeres que la visitan, pero sin salir con algún artículo de
los exhibidos en las manos.
En el trayecto no falta
quien se le acerque a la ingeniera y le diga: “¿Conseguiste? Yo te las dejo en
70”. Así se va topando en el camino con dos vendedores que la persiguen hasta
la salida regateándole el precio de la píldora y ofreciéndole una “efectividad
garantizada sin poner en riesgo la salud”.
La frase del vendedor
retumba en los oídos de Mónica quien a pesar de su premura para salir de su
situación se pregunta si estará o no poniendo en riesgo su vida al adquirir la
píldora sin ninguna vigilancia sanitaria, de manos de alguien que no está
detrás del mostrador de una farmacia, sin el más mínimo conocimiento de las
consecuencias que pueda provocarle la ingesta de este medicamento.
La duda la hace temer
el hecho de llegar a formar parte del 16% de las muertes maternas en Venezuela,
cuya razón es la práctica de abortos clandestinos, según detalló en el 2010, Alba
Carosio, directora del Centro de Estudios de la Mujer de la UCV, una cifra a la
que se le esconde tras un velo las verdaderas cifras oficiales y que encierran
actos desesperados como los casos de “una joven que se puso un cable eléctrico
a través del cuello uterino y se conectó a la corriente atendida en el Pérez
Carreño; o el de una mujer que se hizo un lavado con permanganato, una
sustancia abrasiva, y se quemó desde la vulva hasta la rodilla y no
sobrevivió”, según el testimonio de la gineco-obstetra Leonor Zapata.
Ante la clandestinidad
de las venezolanas para practicarse el procedimiento por todos los aspectos
legales que implica, la venta de pastillas fuera de las farmacias y hasta la
creación de páginas en internet sobre el medicamento y su uso para practicarse
el aborto, el abogado Jesús Vergara, de la Federación Venezolana de Abogados,
sostiene que, efectivamente, este procedimiento aún es un hecho punible en
Venezuela. “Sin embargo, la reforma del nuevo Código Penal que reposa en la
Asamblea Nacional establece que el aborto puede ser provocado cuando la mujer
tiene hasta 12 semanas de gestación. Pero por presiones religiosas, sociales y
culturales, Venezuela se ha visto frenada en la legalización de este procedimiento.
Tal vez por el temor de situaciones como las de México, por ejemplo, en donde
en el 2010, luego de haber sido despenalizado el delito se contabilizaron
37.000 muertes por esta práctica”, expone el abogado, sin dejar de lado la
hipótesis de que despenalizar el aborto en Venezuela podría ayudar a reducir la
mortalidad por este procedimiento siempre y cuando la mujer no busque los
medios inadecuados sino los profesionales.
De vuelta ahora a la
plaza Baralt, Mónica llega directo al lugar que en la mañana le indicaron. Ahí,
apenas con verla, el hombre moreno y de lento caminar le pregunta: ¿Cuántos
meses tienes? Le ofrece la cantidad necesaria por un precio de 80 bolívares
cada pastilla, más una inyección valorada con el mismo precio “para ayudar más
en el proceso”.
El hombre le indica
otro procedimiento diferente al que le ha explicado la mujer del mercado
Guajiro, que implica tomarse las pastillas cada media hora e inyectarse al
mismo tiempo.
Mientras cancela
disimuladamente y habla entre dientes con el vendedor, otro hombre espera su
turno y la mira de forma imprudente y ella se siente intimidada. El vendedor lo
observa con expresión de preguntarle qué desea y éste le responde: “Tranquilo,
termina ahí... Te traje otras dos clientes”.